Por Julissa Santis
Gestora de Proyectos de CREAS

A nivel nacional e internacional, se han generado nuevas tendencias sociales que incluyen la búsqueda de alternativas para mejorar la calidad y el estilo de vida de la población, siendo esencial la promoción de un mayor cuidado de la salud, basado en mantener una dieta que genere beneficios más allá de la nutrición. Dentro de este contexto se ha posicionado a la alimentación como una herramienta para prevenir el desarrollo de enfermedades, mejorar los mecanismos de defensa, retardar el envejecimiento o controlar las condiciones físicas y mentales del organismo; surgiendo el concepto de alimentos funcionales.

En la actualidad, no existe una definición consensuada respecto a qué son los alimentos funcionales, ya que algunas definiciones incorporan tanto a alimentos naturales como procesados; otras toman en cuenta productos en donde se ha eliminado la presencia de determinados compuestos (como lactosa, gluten o grasas saturadas); y otras consideran productos a los que se les adiciona intencionalmente un compuesto para aumentar sus propiedades funcionales.

Sin embargo, en todas las descripciones se encuentran parámetros en común, como ser de naturaleza alimentaria, ser parte de una dieta diaria, cumplir una función particular en el organismo y tener sus propiedades comprobadas científicamente. Lo último es un punto controversial, ya que en algunos países se considera que la funcionalidad del alimento debe estar comprobada para poder categorizarlo como alimento funcional, mientras que en otros se habla de alimento funcional sólo cuando se ha corroborado la funcionalidad de algún ingrediente, y no del alimento completo.

Japón introdujo el concepto de alimentos funcionales en la década del 80’ a través de los alimentos FOSHU, y tiene una normativa clara que obliga a demostrar de forma científica la efectividad y seguridad del alimento. En tanto, la Unión Europea y EEUU no poseen una regulación específica, aunque permiten la incorporación de declaraciones saludables en los alimentos en base a la presencia de compuestos con funcionalidad corroborada, aunque no se haya verificado que el alimento tenga dicho efecto.

En Chile, el Reglamento Sanitario de los Alimentos señala ciertos descriptores que se pueden utilizar, tales como “libre”, “no contiene”, “exento”, “sin”, “0%”, “bajo aporte”, “reducido”, entre otros. Además, la Resolución Exenta N° 860/17 instaura las directrices nutricionales para la declaración de propiedades saludables de los alimentos, según los diferentes compuestos presentes en ellos. Pero en la actualidad no existe una definición de alimentos funcionales, lo que trae consigo problemas a PyMEs y emprendedores en cuanto a los atributos que se pueden destacar de sus productos.

A nivel nacional, tenemos el desafío de estandarizar una definición de alimentos funcionales, que señale que la presencia de un compuesto específico no necesariamente significa que el alimento sea funcional, ya que se trata de una clasificación que depende de otros factores fisiológicos. Lo anterior permitirá a los consumidores comprender a cabalidad que los productos que ingieren tendrán una funcionalidad fisiológica, dependiendo tanto de la composición del alimento como de su digestibilidad.

Además, las empresas y centros de investigación nacionales deben plantearse como meta generar instancias en conjunto para validar la funcionalidad de los alimentos presentes en el mercado nacional que declaran atributos saludables o funcionales, permitiendo en el mediano plazo que, tanto empresas productoras de alimentos, como consumidores, estén al tanto de las características de un alimento funcional sin caer en falsos supuestos. Sin embargo, estos objetivos presentan el gran desafío de conseguir recursos económicos que permitan realizar los estudios, así como ver alternativas que permitan acomodar los tiempos de investigación a lo esperado por las empresas, por lo que la cooperación público-privada debe primar en este nuevo escenario.


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